El teléfono sonó casi al amanecer. Mi amigo Francisco José de la Concepción Díaz Gómez me llamaba con la voz temblorosa. Había enviado una carta al diario El Nacional de Caracas, en la cual relataba las experiencias vividas en su reciente viaje de “turista” a Cuba que acababan de publicar mochada de una manera impresionante. Me llamaba para proponerme que escribiera un libro sobre su vida y regreso al “mar de felicidad”. Al cabo de una hora lo tenía frente a mí, en mi finca de El Hatillo, donde los ruidos de las cacerolas no llegan.

“Paquito”, como le decíamos desde niño en nuestra Cuba, tenía sus días contado. Hacía un par de meses que su médico le detectó un cáncer pulmonar terminal. Su último deseo fue regresar a la tierra que le vio nacer, la cual dejó -- igual que yo -- a los 11 años. Su madre murió de inanición y tristeza en la prisión de mujeres de Santa Clara, donde purgaba una sentencia por preparar a unos niños “soberanos” para que hicieran la primera comunión en la Cuba enajenada de Castro. Su propia hermana – la tía Carmelina – había declarado en su contra en el juicio, aceptando que había intenciones subversivas en las enseñanzas cristianas de su hermana.

Luego de años de intentar abandonar la isla con su padre y su hermana, emigró con lo que quedaba de su núcleo familiar a los Estados Unidos. Su padre murió como médico en una misión en la guerra de Vietnam, bajo el fuego “amigo” y debido a un error de cálculos cometido por la artillería estadounidense. Su hermana es hoy madre superiora de un convento en España.

“Paquito” se había casado con una estupenda y valerosa mujer venezolana con quien tuvo siete hijos, todos nacidos en Venezuela. Su regreso a Cuba – por el breve lapso de dos semanas – fue traumático, pero tenía que morir sabiendo que había perdonado a su tía y primos… y luego de haber visitado su patria por última vez.

El libro de 384 páginas lo titulamos, “Regresando al Mar de Felicidad”. En él “Paquito” cuenta su historia y yo la mía, la cual comienza el 27 de octubre de 1492 -- día en que comenzó la tragedia de Cuba -- y termina con el retorno de mi amigo a su hogar en Venezuela.

Es un compendio de alertas tras alertas, no solo para nuestros hermanos venezolanos y para mis otros hermanos, los cubanos. Es un alerta universal, porque el demonio y sus secuelas no respetan tiempos ni fronteras. La obra estaba lista para entrar en imprenta en enero de 2001, pero los editores, luego de mucho vacilar, decidieron congelar el proyecto. Dicen que el miedo es libre.

Hoy les quiero obsequiar tan solo el final del libro que con tanto dolor escribí para mi recordado amigo “Paquito” como un legado a sus hijos y a los míos…

CAPITULO FINAL

Cuando el avión aterrizó en Maiquetía (44) sentí un alivio impresionante. Pensé que debía escribir algo para alertar a mi pueblo hermano venezolano. Redacté una carta al diario El Nacional, no tan larga como ésta, pero un poco pasada de líneas que fue atrozmente “tijereteada” al punto casi de la deformación total. Una pesadilla así, como la que vi en mi patria natal no la quisiera jamás para mi patria adoptiva... ni para mis hijos venezolanos de nacimiento. Seguro que tenemos problemas y serios, pero son solucionables. Todavía nuestro pueblo venezolano no tiene capacidad para entender, ni siquiera para imaginarse, la tragedia de mis otros hermanos. Además, tenía que haber alguien que le contestara al presidente Chávez en los términos correctos y completos. Referirse a Cuba como de un “mar de felicidad” es una ofensa para esas miles de madres cubanas que se han quedado sin hijos, gracias a la “Revolución”; para millones de familias -- como la mía -- que fueron separadas para siempre; para esos miles de huérfanos que Fidel cosechó en sus campos de exterminio, para los cientos de miles de presos de conciencia que han dejado su vida en el óxido de sus barrotes y para todo un pueblo que más que vivir sobrevive en un infierno signado por la miseria, la maldad, el odio y la desidia. Sé que puede ser peligroso hablar con claridad sobre un tema tan álgido, pero ese es el precio que, en todo caso, debo pagar por defender la dignidad de mi pueblo y la mía propia. Se lo debo a mis hermanos venezolanos, a mis hijos y a mis padres. Se lo debo a Cuba y a Venezuela. Pienso que para un cubano libre como yo, el quedarse callado ante semejante prosa “poética” que califica la tragedia de nuestro pueblo como de “mar de felicidad”, es no sólo un acto de extrema ofensa, sino una imperdonable complicidad.

A mis hermanos venezolanos los alerto para que se mantengan firmes ante cualquier “desvío” hacia ese “mar” del cual hemos venido hablando. Que no se pierda la ruta, porque para luego será tarde... y la patria será irrecuperable.

A la empresa privada que se mantenga alerta y se vea en el espejo de la ya tristemente famosa “COMPAÑÍA INDUSTRIAL EMPACADORA DE DULCES S.A.” la cual en el año 59 financió el “glorioso” ÁLBUM DE LA REVOLUCIÓN CUBANA y terminó “siquitrillada”, como todas.

A los medios de comunicación social, que hoy se yerguen como la única oposición verdadera al régimen, que no bajen la guardia y se acuerden del destino de Bohemia y de su fundador, Miguel Quevedo. Que tengan en cuenta que no hay espacio para retroceder un solo centímetro para defender el sagrado derecho a informar, según lo consagra nuestra bolivariana constitución. Aquí: o es todo, o es nada. Una vez que claudiquemos nos quedaremos “en la calle y sin llavín”. La prensa cubana se olvidó de aquel famoso pensamiento de Don Pepín Rivero, propietario fundador del “Diario de la Marina” en Cuba, quien aseguró mucho antes del desastre: “Transigir con un comunista es mil veces peor que transigir con un ladrón... sin que con esto quiera yo ofender a los ladrones.” Vale la pena un poco de valentía ahora y no convertirnos en mártires más adelante. Venezuela no necesita una MARTA BEATRIZ ROQUE, pero sí hacerle ver a nuestro presidente --- con todo el coraje y obstinación posibles --- que, en efecto, LA PATRIA ES DE TODOS, no únicamente para sus “patriotas bolivarianos”. Es de los adecos, los copeyanos, los independientes, los afectos al régimen como los “disidentes”, los curas, los evangélicos, los ateos, los socialistas y los neoliberales; los niños y los ancianos; los cultos, los incultos, los analfabetos y los letrados; los ricos, los pobres, los negros, los blancos, los derechistas, los izquierdistas, los “anarquistas”, los hombres y las mujeres... ¡DE TODOS!

Camino del aeropuerto, hacia mi hogar en Caracas, regresé a Cuba por última vez. Mis ojos se bañaron en lágrimas al revivir aquel abrazo final, revestido del eterno silencio que precede al adiós que no volverá a repetirse. Miré hacia una esquina de la sala de mis tíos, donde se llevó a cabo la despedida y vi a mi difunta y adorada madre con la misma cara angelical que acompaña los recuerdos difusos que de ella arrastro desde niño. Quise hablarle, pero me interrumpió con un ademán suave y tierno... a veces las cosas más profundas no se dicen con palabras. Volví a forzar mi mente y pude ver que a su lado estaba mi padre, con su característico brazo protector rodeando los delicados y delgados hombros de mi madre. Todo era parte de la “Revolución”, pensé. Sólo Dios sabe por qué suceden las cosas que no tienen una explicación lógica. Salí de aquel mundo de sueños para encontrarme con la expresión comprensiva de mi mujer, María Luisa, la maracucha con corazón valenciano que ha hecho mi vida más llevadera y que hoy secaba mis lágrimas sin mencionar palabra. Pensé en mis hijos y un profundo sentimiento de impotencia se adueñó de mí. Dicen que la historia suele repetirse.

Llegué a mi hogar en Caracas y sentí unas ansias locas por leer. Me acordé de Las Obras Completas de José Martí que tengo en mi biblioteca... y me interné en la lectura como único consuelo para mitigar mis penas.

EPÍLOGO

El 13 de noviembre de este mismo año (2000), recibí una llamada de María Luisa, la mujer de “Paquito”, en la que me informaba que había sido recluido la noche anterior y se encontraba en la habitación 112 del Centro Médico de San Bernardino, en Caracas. Había sufrido una grave complicación pulmonar y los médicos temían por su vida.

Dos días después moría mi amigo llevándose consigo sus tristes recuerdos, dejando atrás su valeroso testimonio y siete hijos venezolanos que sentían por igual las notas de los gloriosos himnos cubano y venezolano. Había sembrado en tierra extraña una nueva cepa de jóvenes enriquecidos con la historia, idiosincrasia, la sangre y el sentir de un pueblo noble que le abrió los brazos y le dio abrigo de libertad, donde sus hijos nacieron y se criaron libres.

Su historia es la mía... y la de millones de cubanos impotentes ante la complicidad e ignorancia de muchos y la férrea bota que nos oprime. Víctima de un pasado imposible de justificar y de un futuro incierto que no acaba de llegar. Esclavos de nuestras horribles y eternas pesadillas.

Francisco José de la Concepción Díaz Gómez hizo realidad su último deseo... regresar a Cuba. Tal vez el sagrado libro de Eclesiastés -- en su capítulo 3, versículos 19 en adelante --, esté equivocado después de todo y mi amigo “Paquito” ya esté en algún lugar del infinito reunido, finalmente, con sus padres.

“REGRESANDO AL MAR DE FELICIDAD”

de Robert Alonso